El repartidor de Telégrafos

Hemos vertido en múltiples artículos de la Revista nuestras vivencias en las oficinas telegráficas, casi siempre historiadas en el manejo de los disímiles métodos de transmisión, donde se engendraban los despachos que posteriormente había que hacer llegar a sus destinatarios, cometido consumado por otros funcionarios, Los Repartidores, cuyo empleo y quehacer intentaré revivir en la presente glosa. Mis propósitos de usurpar datos oficiales de esta escala, en mi visita al Museo Postal y Telegráfico, han sido nimios, bien por vacío documental o por mi precaria profesionalidad como estudioso. Reglamento orgánico del Cuerpo de Telégrafos de 1915 (Capítulo VIII artículo 77): “Este personal lo constituyen los capataces y celadores, los conserjes, ordenanzas, repartidores y porteros”. El artículo 92 dispone: “El personal de Repartidores se compondrá de: Repartidores de Primera. Ídem de segunda. Habrán de reunir los requisitos esenciales de saber leer y escribir con claridad, ser de complexión sana y tener más de trece años y menos de dieciséis el día en que tomen posesión de su empleo…”

Por el vacío de documentación oficial voy a cimentarme en mi experiencia personal, por lo tanto, supeditada a una potencial párvula tergiversación. Remontándome a mediados del siglo XX las oficinas unipersonales, en una de ellas anidé mi infancia, contaban con la asistencia del Premio de Reparto, título que recaía sobre un familiar o conocido del encargado de la estación, tarea retribuida mensualmente con unas 14 pesetas (menos de cinco céntimos de euro), actividad que servía al infante para familiarizarse con la telegrafía. Dependiendo del rango de la oficina: limitada, completa, etc., el nivel del mensajero se promovía a repartidor interino, de tercera, segunda o de primera clase, siendo su tarea liviana de ejercer en pueblos o ciudades de menguado callejero, no así en grandes urbes.

En Octubre de 1958 ingresé como repartidor eventual en el Centro de Madrid, el negociado se ubicaba en la calle de Montalbán, justo donde nace el pasaje, hoy profusamente acristalado, que comunica con Alcalá, pasadizo que entonces apellidábamos el muelle por ser la zona donde estibaban los numerosos camiones que explotaban los servicios de Correos. Entraba en mi casa mi primer sueldo, 350 pesetas mensuales (poco más de 2 €), cuantía que tenuemente se vigorizaba con las propinas, entonces habituales en muchos trabajos. Otra prebenda, la afiliación a la Seguridad Social, MUFACE no había nacido.

La espaciosa sala constaba de dos secciones separadas por un gran bastidor de madera, rematado en amplia cristalera. De mampara para adentro un nutrido grupo de funcionarios, de las diferentes escalas de reparto, ataviados de oscuras batas azules, eran los encargados de perpetrar los disímiles cometidos de los telegramas que llegaban desde la sala de aparatos. Uno de ellos, Palaciones, era el responsable de repartir la correspondencia por el edificio (Palacio de Telecomunicaciones), de ahí su nombre. De mampara para afuera, puerta de calle, otra sala albergaba ciclópeas mesas y sufridos bancos, eran el acomodo del personal de reparto, también media docena de motoristas pertenecientes -no quisiera equivocarme- al PMM (Parque Móvil Ministerios). Estos tenían la misión de portear los PPS oficiales a los diferentes Ministerios y a las Sucursales, a lomos de una moto Vespa, amparados por el obligatorio casco. Los responsables del servicio de reparto nocturno, sólo de telegramas urgentes para toda la Capital, eran los veteranos, quizás movidos por el exiguo incremento salarial, que se desplazaban por todo Madrid en bicicleta o velosolex, una bici con un pequeño motor que mediante una palanca junto al manillar se acoplaba a la rueda delantera.

El reparto de giros se negociaba desde otra dependencia ubicada en el hall de la puerta principal. ¿Cabría imaginarnos un repartidor de giros en las inseguras calles de nuestros días? El atuendo para la diaria labor invernal consistía en un tibio uniforme de color azul oscuro, y una cálida cazadora, ambos con áurea botonera, que se remataba en una gorra de plato que cada cual modificaba a su antojo hasta darle la apariencia de oficial de la milicia. En verano el atuendo, por su color y confección, era sensiblemente más deslucido.

Para facilitar la distribución del trabajo, estábamos provistos de una chapa de madera, del tamaño de una tarjeta bancaria, con un dígito, en mi caso con el número 78, cédula que reemplazaba nuestro nombre y apellido en horario laboral. Por el guarismo que exhibían algunas placas, deduzco que la plantilla de personal rozaríamos el centenar, sólo para el reparto del centro de Madrid, ya que otros barrios eran atendidos por su correspondiente sucursal.

La pignoración numérica era usual en la época, recuerdo a los conductores y cobradores de autobuses y tranvías luciendo un número en sus gorras y uniformes, con el que se les identificaba Al inicio de la jornada transferíamos la chapa al controlador de la sala, también de la escala de reparto. A la voz de 78, en este caso mi dígito, Número 6435 Destinatario - señas el distintivo me era devuelto, acompañado de un número indeterminado de telegramas, con dispares direcciones, de zonas rayanas, para ser repartidos, titulábamos una salida. Aquí se iniciaba una ardua labor, máxime cuando no se dominaba el callejero. Había que clasificar los despachos para ser entregados en sus destinos pateando las calles con la mínima caminata posible. Con la experiencia llegó el dominio, a la perfección, del número de una calle principal en la que nacían las travesías secundarias. El regreso, si distante de la central, se hacía en metro, autobús o tranvía, billete que previamente se nos había facilitado. De nuevo en la sala de reparto completábamos un oficio, que previamente habíamos rellenado, en el que figuraban el número del telegrama, el destinario y las señas. La nueva tarea consistía en anotar el horario en el que cada despacho había sido entregado, y consignar la correspondiente incidencia de no entrega por desconocido, rehusado, ausencia del destinario, etc. Horario al que sumábamos el empleado para regresar a la oficina. Al cumplirse el ciclo devolvíamos el boletín de las entregas, los resguardos con la firma del destinario y nuestra chapa al controlador y quedábamos a la espera de recibir una nueva salida.

La escala de reparto fue la plataforma en la que muchos, incluidos cofrades de nuestra Asociación, emprendieron sus primeros pasos en la vida telegráfica.

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